31/08/2025: Hay experiencias que no se buscan, sino que te eligen. Y este mediodía, en ese rincón consagrado al hedonismo culinario llamado El Caserío, fuimos tocados por la gracia. No por la de algún santo ni por un rayo de sol entre nubes dramáticas, sino por algo mucho más raro en estos tiempos: el servicio impecable de un camarero llamado Nando, cuya existencia eleva al restaurante a la categoría de patrimonio emocional de la humanidad.
Éramos 17. Sí, diecisiete humanos hambrientos, una especie de expedición antropológica al corazón del placer grasiento, cargados de expectativas, antojos y sillas plegables en el alma. Lo que para cualquier otro local habría sido una escena digna de un documental de supervivencia en National Geographic, para Nando fue un sencillo paseo por el paraíso.
Con la serenidad de un monje tibetano y la precisión de un neurocirujano en horario de máxima audiencia, Nando organizó nuestra llegada, tomó nota de nuestras infinitas variantes de hamburguesas y personalizaciones de nachos como si estuviera descifrando la piedra Rosetta en tiempo real, y lo hizo con una sonrisa tan genuina que por un momento creímos que nos quería de verdad.
Hablemos de la comida, aunque en realidad todo orbita ya alrededor de Nando. Las hamburguesas, esas esculturas de pan, carne y deseo, llegaron a nuestra mesa como dioses olímpicos bajando del cielo. Perfectamente cocinadas, crujientes por fuera, jugosas por dentro, con ingredientes tan armoniosamente distribuidos que uno sospecha que hay física cuántica involucrada. Y los nachos... oh, los nachos. Cubiertos de queso derretido con una textura que solo puede describirse como "manto celestial", y presentados con la delicadeza de un ritual azteca precolombino. Las patatas, doradas y crujientes, parecían bendecidas por los ángeles fritos del mismísimo Valhalla.
Pero nada de eso sería lo mismo sin Nando, el verdadero alma de la experiencia. Atento sin ser intrusivo, rápido pero nunca atropellado, con una memoria prodigiosa y una paciencia que haría palidecer al Dalái Lama. Nos trajo bebidas como si estuviera regando flores en un jardín zen; recogía platos vacíos con la cadencia de una danza ancestral; y siempre, siempre, con una energía tan luminosa que sospechamos que fotosintetiza.
Salir de El Caserío fue como abandonar el Partenón después de un banquete con los dioses. Uno se siente pleno, transformado, ligeramente empachado, y profundamente agradecido. No sólo por la comida, que ya es excelsa, sino por haber compartido unas horas en presencia de ese titán de la hostelería llamado Nando, a quien deberíamos nominar para algún tipo de reconocimiento oficial —una medalla, una calle, o al menos un monumento en forma de bandeja gigante en la plaza del pueblo.
El Caserío no es un restaurante. Es un santuario.
Y Nando, su sumo sacerdote.
Volveremos. Y lo haremos como se vuelve a Roma, a La Alhambra, o al primer amor.
Con hambre. Con devoción. Y con la esperanza de que Nando esté de turno.
07/08/2025: Siempre que hemos ido tanto la comida como el servicio han sido excelentes. Se nota la experiencia y la calidad del producto. Bonito detalle del cocinero al traernos el aperitivo. Volveremos!!