SOBRE EL RESTAURANTE MACROBIÓTICO ZEN DE MUNTANER 12/ Jaume Bosquet
Soy de Olot. Me encuentro con que un par de días a la semana tengo que bajar a Barcelona. La capital, a pesar de haberla adorado de universitario a finales de los setenta, se me había mostrado durante muchos tiempos (ahora ya he pasado los sesenta) como un espacio duro, excesivo de vehículos diversos, insoportable de ruidos desmesurados, demasiado apretado de humanidad y de aire irrespirable. Sin embargo, una circunstancia personal, en forma de linfoma folicular, me llevó, hace tres años, a frecuentar las bajadas en Barcelona. Una voz protectora (un médico, un amigo) me aconsejó que fuera a comer al Restaurante Macrobiótico Zen de Barcelona. Desde entonces que me tienen habitual en Muntaner 12. Una o dos veces a la semana. Estoy muy bien. Me solo poner en la mesa que hay justo delante del mostrador de la cocina, así, mientras disfruto de la comida, me voy distrayendo con la corrua, a veces impresionante, que desfila por la ventana de la cocina para avituallar cese con los manjares prodigiosamente cocinados allí mismo. Es fácil sentirse bien. Todo te lleva: el ambiente de compañerismo que se respira, el propio hecho de la comida macrobiótica conlleva una cierta visión de la vida (que se quiere compartida, fraterna y tranquila) y el placer que es siempre, cuando el plato sacia el cuerpo y el alma, la hora del almuerzo. Soy de vida, quiero decir que siempre tengo un apetito de loco. En el Macrobiótico Zen, son generosos con las raciones, hay gente que se lleva en una fiambrera lo que no ha podido acabarse. Sin embargo, siempre que he ido, al fin y al cabo sólo dejo en el plato los dos huesos de las dos aceitunas que inician la comida. La oferta es diversa todos los días. El entrante puede ser, según las estaciones, en forma de gazpacho, de zumo de manzana y zanahoria, de sopa de miso o de setas, entre otros sabrosos inicios. El plato fuerte, o combinado como lo llaman los de la casa, es una explosión de colores y de gustos en la que puedes encontrar algas, mijo, arroz rojo o arroz integral, bulgur, udon, macarrones, lentejas, frijoles, garbanzos, trigo sarraceno, lechuga, alcachofa, calabaza... ¡Ah, y el postre! Los glotones se detectan en el postre y, como decía un escritor muy leído, tenemos dos estómagos porque siempre, cuando el primero ya está lleno, todavía nos queda el segundo, el estómago del postre. No hay palabras que puedan hacer justicia con la bondad de los postres que cada día se elaboran en este restaurante. Las he probadas casi todas y nunca me han decepcionado, con algarroba, con plátano, con coco, con frambuesa... todas portentosas, exquisitas, inolvidables... Además, tengo la buena costumbre de pedir vino y café (la mayoría de los comensales se abreva con té, que es gratis). Sólo sé decir cosas buenas de este buen restaurante. Puestos a encontrarle un pro, lo siguiente: a pesar de que todos los rótulos exteriores están en catalán (si no fuera así, nunca habría entrado –es mi criba), dentro, cuando en el cristal de la cocina te encuentras escrito a mano el menú de todos los días, todos los platos ofrecidos son escritos sólo en castellano; esto hace que, por ejemplo, se pierda la palabra "fojol" tan viva en el plan de Batet d'Olot donde, cada año, se hace la Feria del Fajol. Cuando estamos dentro de los límites lingüísticos de los Països Catalans, la lengua del territorio siempre debe estar en nuestra convivencia, porque tiene el derecho y porque, histórica y desgraciadamente, tiene un estado muy poderoso en contra.
JAUME BUSQUET PAREDES
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18 Noviembre 2024
10,0