Menos de cuatro días me separaban del día de añonuevo, un día tan especial, tan señalado, que quien más y quien menos no pierde la oportunidad de celebrarlo. Llegados a esta verdad ecuménica, se divide la humanidad entre aquellos que deciden dar la bienvenida al nuevo año en casa, y quienes prefieren echarse a la calle y dejarse deslumbrar por la refulgente hostelería española. Yo, particularmente, soy del bando primero y, de hecho, siempre he sido consecuente con un apotegma del que he alardeado: en añonuevo, nadie debería estar trabajando, sino en casa con su familia, o con quien le parezca oportuno y, por ende, me niego a acudir a local alguno, de la naturaleza que fuere. Y, sin embargo, el año 2023, y la alborada del 2024, ha supuesto una sucesión de acontecimientos en mi familia de tan ignota importancia, de tan inconmensurable magnitud, que me han impelido a quebrantar esa promesa tácita con mi propia conciencia. Empero, véase la torpeza: menos de cuatro días.
Huelga decir que cualquier esfuerzo que pudiese realizar, apelando a la clemencia, por encontrar un exiguo rincón donde poder llevar a mi familia, iba a ser fútil... y lo fue, hasta que marqué el número de La Masía. Simplemente por el hecho de haber escuchado mis ruegos y plegarias, merecen la reseña, pero no haría justicia si sólo aludiese a este amable gesto de humanidad.
Lo que he encontrado en La Masía ha sido el regalo perfecto para mis padres, el agradecimiento digno de la supina importancia de mi madre y de mi padre, a la altura de lo que merecen: una atención soberbia, solícitos en todo momento, prestos a atender el más mínimo detalle; un sempiterno semblante amable, cordial, servicial, pero entendido este epíteto en su significado más sublime. Y en armonioso concento, una comida capaz de epatar el paladar más sibarita, perfecta combinación de sencillez y manierismo: sencillez en la propuesta; manierismo en la ejecución, en el sabor, en la textura. Orfebrería de las especias, artesanía de las elaboraciones, resultando unos platos que no puedo dejar de loar: desde una humilde ensalada, con un equilibrio intachable, hasta un revuelto de setas y gambas cuya suavidad y cremosidad me han arrancado más de una sonrisa; sonrisa que ha quedado indeleble en mis labios en el momento en que he hundido el tenedor en un bacalao con muselina de ajo y tomate, y he abordado mis papilas gustativas al llevarlo a la boca, colapsando cada terminación nerviosa hasta el mismísimo hipotálamo.
El colofón de tal sinfonía de sabor no podía ser sino unos postres de inmaculada factura. Mousse de chocolate y tarta de queso hechos en casa, en esa casa, porque el amor en la ejecución del postre no se puede ocultar, ni emular: no ha lugar el engaño, se paladea en cada cucharada, y de ese amor por lo que se hace, damos fe.
Sólo me resta dar las gracias, con un gesto de prosternación siquiera lingüístico, por brindarme la oportunidad de agasajar a mis padres con un añonuevo a su altura.
Daniel Jesús Murcia
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01 Enero 2024
10,0