Llego al Club Náutico, subo por la escalera falsa (pero me dicen “no, mira, por aquí hay salvaescaleras”) y me plantan en la terraza con vistas al puerto. El sol cae de un modo bonito, los barcos se mecen, y siento el “click” interno de anticipación gastronómica.
Primero pedí un arroz de mariscos: bien cargado de gambas, mejillones, quizá calamares, con grano al punto — no el típico arroz chicloso que aburre. Luego pedí pulpo como segunda elección, algo más informal pero sabroso, con buen punto, para limpiar lengua entre cucharadas de arroz. Como colofón, el gallo frito con cebolla (sí, me atreví) llegó crujiente, jugoso, con la cebolla caramelizada como acompañante perfecto.
Durante la comida, el camarero (no sé su nombre, pero parecía saber mucho) me cruzaba recomendaciones: “Si te animas al vino local, te traigo algo que va genial con el arroz”, “¿Quieres que te explique el origen de este pescado?” Me movieron un poco para que viera mejor el mar. Cuando el restaurante empezó a llenarse, sentí que el ritmo bajaba: algunas bebidas tardaron más, tuvieron que reponer pan, y pedir la cuenta fue un pequeño ejercicio de paciencia. Pero todo con una sonrisa, y no con gestos de “apúrate, tengo que cerrar”.
El postre fue modesto (y sí, el helado me pareció pequeñito) pero suficiente para cerrar con dulzura. Mientras tanto, me quedé mirando barcos, el sonido del agua y respirando ese ambiente relajado.
Pensando en volver, lo haría en una tarde tranquila, con reserva, idealmente entre semana o antes de la avalancha de turistas.
Perico Polite
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03 Octubre 2025
10,0